Thursday, October 06, 2005

La Partida

Sólo quería llegar suavemente y sin ruido. Una serpiente que apenas interrumpe la quietud de la laguna al entrar. Sin estruendo. Quería que Ella se me impregnara en la piel y me entrara por los poros sin euforias, sin preguntas, sin respuestas, sin anécdotas, sin fotos, natural. No quería pretensiones. Escribí a mi prima para que me recogiera en el Dorado el domingo a las siete de la noche. La hospitalidad familiar era un justo medio entre el silencio y el estruendo. Aduciendo desfase horario, cansancio por las horas de vuelo y sus escalas y algunas diligencias por hacer, tomaría el bus hacia San Gil sólo hasta el lunes por la noche. El viernes anterior al sábado del viaje quemaba tiempo sentado en una acera de la calle Pressoire esperando a que Mildred diera señales de vida y abriera la puerta. Era casi medianoche, debía preparar las maletas y levantarme a las cuatro de la mañana del sábado para así tomar el metro, luego el RER, después el bus y finalmente caminar sin saber por dónde hasta encontrar la fila de Lufthansa rumbo a Frankfourt antes que el reloj marcara seis y treinta de la mañana. Mi experiencia acumulada de retrasos, pérdidas de avión y otros efectos latinoamericanos del manejo del tiempo en Europa me permiten contar con una hora y quince minutos antes de abordar y no las tres recomendadas. Claro, también entran en juego la suerte y otros avatares del destino con los que un europeo promedio no esta dispuesto a contar. La estación de metro la abrían a las cinco y treinta, lo que me daba solo una hora para hacer el recorrido desde la compra del billete de metro hasta ser el último en la fila para abordar. Era casi medianoche y quemaba tiempo y un tabaco encendido entre los labios en una acera de la calle Pressoire. Venía de telefonear a Mildred y no contestó. Quemaba tiempo. ¿Qué hace uno cuando quema tiempo? Hacer que hace...muchas veces. Hacía que fumaba y hacía que me ocupaba del papel en el que estaba impreso el itinerario de vuelo. Por enésima vez lo revisaba y como una revelación por primera vez veía la verdadera hora de salida del vuelo desde París: 7:03AM. No se que hizo que en las veces anteriores a la enésima, yo viera como hora de salida desde París la hora de llegada a Frankfurt: 8:15AM. Algo de auto-estupidez y otras sensaciones bien administradas desde la acera con el tabaco me condujeron a las siguientes conjeturas: Primera; la hora a la que aspiraba a llegar al aeropuerto 6:30AM solo me dejaba treinta minutos para hacer todo el trámite previo a abordar. Si lo lograba sería un nuevo registro en mi record personal. Segunda; el desenvolvimiento correcto y al previsible estilo europeo de la situación me hubiera conducido a pasar la noche en el aeropuerto de París pues el sistema de metro comienza a funcionar a partir de las 5:30AM. Y siguiendo las correctas normas debería estar a las 4:00AM en la fila Lufthansa. Tercera; tomar un taxi lo más temprano posible. (Descartada de inso facto. Mi condición de estudiante latinoamericano a punto de regresar a su país me impide gastar una fortuna en pesos en ese gesto de puntualidad) Cuarta; ¿Por qué se me escondió por semanas la hora de la partida desde París detrás de la hora de llegada a Frankfurt? ¿Por qué solo a unas horas del vuelo, cuando ni siquiera entro en casa para hacer la maleta? Voy a la cabina. La máquina me dice que en la tarjeta me quedan quince segundos para la llamada solicitada.

Mildred al otro lado. – Estoy afuera, por favor, puedes abrir-. Ya en el ascensor me acosa la certeza que llegar a tiempo para tomar el vuelo va a ser imposible. Las maletas, el breve indicio de la nostalgia, la idea de pasar en blanco, Mildred que dice querer levantarse antes que me vaya. Santiago que no le cree.

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